miércoles, 26 de agosto de 2009

Salomé


Salomé

No la lengua, ni la frente, ni los pómulos, ni la fina boca recortada, sino los ojos; no el pelo crespo y áspero, como zarza de espinos...Todo en él hostil: cuerpo duro de los caminos de esclavo o de lunático, cuerpo áspero que no conoce aceite, ni perfumes en cuero reseco...Sólo los ojos.
Nunca unos como aquellos, grises, como marismas, como lagos profundos; un agua en calma e insondable; una luz.
Los ojos.
Fue un relámpago y no había ira. Ni deseo.
Los ojos abiertos, la fiebre en ellos, una fiebre que no se veía, ni te abrazaba. La luz.
Los ojos. No dijo nada. no había ni piedad, ni condena. Era sólo un mar infinito. Una tranquilidad, un reino propio inabarcable. Y la calma. Tu piel como de nácar y la mirada de él, ajena.
Iba directa hacia tus ojos y conectaba con esos páramos de preguntas, como palabras oscuras que bailaban en tu cabeza, y no buscaba tu piel, no se detenía n tus senos redondos, ni en tus pezones duros repintados, casi negros, para la danza; no se amoldaba a tus caderas, ni se detenía en la cintura, ni resbalaba por los tobillos, ni se aupaba sedienta desde los muslos. Iba directa hacía dentro. Los ojos sólo y todas las preguntas.
Nacida para el amor y la danza, educada para mecer los cuerpos de varón, para hacer f enloquecer reyes saduceos y fariseos. Y él sin ver, mirando sólo hacia dentro, dándote un nombre propio; no mujer, sino Sa lo mé, una Salomé capaz de soñar y de pensar, de imaginar, de hablar, sentada allí a su lado junto al pozo, donde brillaba aquellos ojos antorchas. Salomé. Y la carne ahora no era carne, ni los velos cubrían. solo aquella tensión, aquella mirada que descubría sentimientos, ideas, mundos, un respeto infinito, una revelación, un nombre...el ojo, el ojo firme, no avariento, el ojo que te despojaba de adornos de coral, de velos de gasas finísimos, de aromas de aloe, de incienso. Sólo los ojos frente a frente.
Y algo, como una densa plenitud de mundos brotando, una seguridad desconocida hasta entonces, insospechada, que te hacía fundirte con las cosas, ser palabra y voz, razón oculta. Por primera vez aquella luz que te despojaba de la hembra y te hacía igual a él, serena y sólida, como si toda la razón, todo el universo se centrará en aquel intercambio y por un instante supiste de civilizaciones por venir, de constelaciones; eras capaz de entender y de aprender, vivías el reconocimiento y el respeto en un arco infinito que construía el universo, daba forma, medía distancias, desempolvaba viejos manuscritos...
supiste también del horror de la muerte, de los secretos nunca formulados y como un calidoscopio, una procesión de cantos imaginarios, de mensajes ocultos, de premoniciones y duermevelas supiste que eras Dios sobre la tierra, tú también como él allí encerrado en aquella cisterna maloliente. Fue un bautismo que te devolvía sabiduría, ese pozo insondable que habías aletargado en el harén de las mujeres, de tu madre, técnicas aprendidas concienzudamente, trasmitidas de mujer a mujer: el celo, la añazaga, objeto de deseo, carne para ser adornada, para ser entregada.

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